Esta experiencia no quedará registrada en mi diario ni en mis apuntes de hoy. No sé si fue por una razón divina o simplemente una coincidencia, pero esta mañana me levanté temprano y escuché a Miriam llorar. La verdad, nunca antes lo había notado, y al hacerlo, sentí una punzada de tristeza. Tal vez, por primera vez, me volví realmente empático con su dolor.
Recuerdo que, hace días, pensé que vería un verdadero compromiso de Miriam con Dios cuando, al orar, llorara y entregara sus sentimientos en la oración. Orar no es solo hablar con Dios; es abrirle el corazón, confiarle nuestros sufrimientos y soltar las cargas que nos pesan. Escucharla llorar me entristeció profundamente. A veces, me duele verla así. Siento que está más sola de lo que yo mismo me sentí alguna vez. Y, en ese sentido, reconozco que he sido fuerte. Dios me dio la capacidad de resistir, de seguir adelante a pesar de los problemas, la tristeza, el dolor, la angustia, la melancolía, la ansiedad y la depresión. Pero ella es diferente. Es una mujer, y aunque es fuerte, también es frágil.
A menudo la observo, aunque intente evitarlo. Y cuando lo hago, veo en sus ojos una tristeza oculta, un dolor silenciado, lágrimas que nunca caen. Puedo sentir su sufrimiento, aunque ella no lo exprese. Pero, aun así, trato de ignorarlo y sigo con mi vida.
Hubo un tiempo en el que quise regresar con ella, intentarlo de nuevo. Sin embargo, después de atravesar esta terapia de choque emocional, he comprendido que no, no quiero volver. Quiero vivir mi vida solo, avanzar, crecer y salir adelante. Pero dentro de esta independencia, dentro de mi deseo de mejorar y seguir adelante, hay algo que me detiene. Algo que me toma de la mano y me dice que no puedo simplemente marcharme, que no puedo ignorar esto, que no puedo pretender amar a Dios, seguir sus caminos y aprender a su lado sin antes cumplir con lo que le debo a ella.
Hice una promesa. Y las promesas, tarde o temprano, deben cumplirse. No es una promesa que afecte otras áreas de mi vida, excepto la de convertirme en una mejor persona. Siento que fallé en mi misión de cuidarla. Durante mucho tiempo quise protegerla, estar a su lado, construir una vida juntos, perdonar y dejar el pasado atrás. Intenté hacerlo muchas veces. Dios conoce mi corazón, sabe quién soy, por dentro y por fuera. Conoce mis deseos más íntimos, mis errores, mis defectos, mis debilidades. Y también sabe cuánto quise amarla, protegerla y cuidarla.
Pero no funcionó. No se logró. No sucedió.
Todos esos intentos me hicieron tropezar. Quise tomar su mano y decirle: "Amor, caminemos juntos, dejemos atrás el pasado, las heridas, todo lo malo." Pero esa mochila fue demasiado pesada para cargarla por tanto tiempo. Y entendí que, para avanzar, debo soltarla. Me tomó tiempo, me costó lágrimas, días de pena y noches de incertidumbre. Pero finalmente comprendí que, al dejar atrás esa carga, puedo impulsarme hacia adelante, hacia mis metas, hacia mi destino.
Hoy, voy a pedirle a Dios que me conceda paciencia y amor por el prójimo, para ser más considerado y compasivo. Le diré que la cuidaré siempre, ya sea juntos o separados, casados o divorciados. Debo cumplir mi promesa de protegerla, pero ya no como pareja, sino como amiga, como compañera, como hermana.
Y quizás eso sea lo mejor.
Carlos Daniel